Vamos al cine: El Clan
AVISO: esta reseña contiene spoilers!
“Bueno,” podés pensar, “si no te transmiten lo que pasa adentro de la casa, por ahí es que en realidad están queriendo informarte de lo que pasaba afuera”. Lamento decepcionarlos pero ni siquiera eso. Uno podría pensar: dictadura, represión, los militares están lógicamente cubriendo, ayudando o contratando a los Puccio para que secuestren gente. Y algo de eso se puede entrever. Pero pasa desapercibido, como un dato más. Yo quedé llena de preguntas a ese respecto: ¿qué mafia mueven estos tipos? ¿Por qué secuestran a sus víctimas? ¿Las eligen ellos? ¿Los envían? ¿Quién los cubría? ¿Por qué?
Si voy a ser sincera, toda la primera parte me aburrió. No me llegó, y me aportó poco.
Pero a partir de la segunda hora de película la cosa cambia bastante. Llega 1983, llega la democracia, aparece Alfonsín dando su primer discurso presidencial, y la cosa se complica para los Puccio. Ya no es sólo que los militares ya no están en el poder (con lo cual pierden su protección), sino que la gente está distinta, ya no está dispuesta a dejarse matar, ya no tiene miedo.
Esto me encantó. Arquímedes no contaba con este obstáculo. Sus víctimas se resisten, las familias no se dejan extorsionar. El poder volvió al pueblo: acá sale a relucir el verdadero terror en el que vivían los argentinos de la década del ’70, y la fuerza renaciente que los inundó con la vuelta de la democracia.
Además, hay otras cosas que descolocan al patriarca Puccio: Alex está pensando en casarse y dejar el “negocio familiar”, su hijo menor (que tuvo tan poca participación que no me acuerdo su nombre) desapareció sin dejar rastro, y la menor empezó a darse cuenta de qué era lo que hacía su padre para ganarse el pan, por lo que su vínculo se pierde.
La cosa es que, aparentemente, el clan secuestra a una señora y no puede lograr que su familia le pague la suma exigida para el rescate, por lo que pasan dos años (1983 a 1985) y la pobre mujer sigue ahí, acostada en una bañera, gritando auxilio. Y entonces, súbitamente, no se sabe cómo, ni porqué, los agarran. A todos.
Escenas violentas, con mucho “dale hijo de puta, no te hagás el pelotudo, hablá hijo de puta, quedate quieto hijo de puta, hijo de puta hijo de puta hijo de puta” (porque parece que al policía porteño le encanta decir hijo de puta), y todos terminan detenidos.
No voy a hablar sobre el final. Sólo voy a decir que me impresionó bastante, y me sorprendieron las actuaciones, tanto de Francella como de Lanzani. El teen angel que había aparecido en algunas escenas anteriores desapareció por completo. Ahí realmente vi a Alejandro Puccio, torturado por la culpa y el odio hacia su padre, consumido por él y por todo lo que lo ataba a él. Y también en Francella vi a Arquímedes: un hombre prepotente, orgulloso, calculador. Por fin dejé de ver a los actores y sentí llegar a los personajes, que me hicieron terminar con los ojos como platos y una mano tapándome la boca, mientras articulaba un mudo “¿¡ME ESTÁS JODIENDO!?” y quería quedarme a ver más, mucho más sobre ellos.
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